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La noche en que el mundo calló

de Mariano Alejandro Goren (2003)

Para Silvio, Eliana y Marcela, que me muestran el mundo como realmente es…


“…Y así es como es.”.

Con estas palabras culminó la conferencia que dio al mundo una de las noticias más shockeantes de la historia. Conmovió. Llegó al corazón de algunos y a la mente de otros. Casi no lo podían consentir. Pero la realidad científica los hizo volver…

Sentado en mi sillón, lloré. Creo –sólo creo– que fue de alegría, porque al fin pensé tener razones para creer en lo que creí siempre. Acompañé mi llanto de una risita histérica. Había tratado de ver una película alquilada, esa noche. En vez de eso, opté por ver uno de esos programas “divertidos” de la televisión abierta. Pero una interrupción en absolutamente todos los canales del mundo –creo yo– cambió todo. Me arrepentí de no haber oprimido el botón de “play” al instante que escuché la maldita noticia, pero creo que igualmente me hubiera enterado, de una manera u otra. Un mail de Paul, un llamado de Barbarita, una carta acorde al estilo de Marina. Sí, me hubiese enterado de cualquier manera.

El vaso que contenía mi whisky de la noche se vació abruptamente, y me quemó la garganta. Aplaqué el ardor prendiendo un cigarrillo; comencé a fumar desesperadamente, consiguiendo una tos que bien podría haber evitado.

Mi carácter se tornó violento. Agarré el abrigo y dejé el departamento dando un fuerte portazo. Mientras que bajaba las escaleras, seguía pensando en la interrupción de ése programa: en aquél momento, me comenzaba a llevar bien… Sentía como al tiempo que mi mente se ponía en blanco, mi cuerpo comenzaba a hacerse parte del sillón. Y para colmo de los placeres terrenales, el whisky.

El panorama dentro del bar era bastante desolador. Me senté solo, no elegí la barra. No quería entablar conversación alguna. Me recluí en un box del fondo del local, junto al gigantesco vidrio que oficiaba de vidriera y de ventana. No sé porqué, pero comencé a pensar en que los que estaban encerrados eran los pocos que pasaban por la calle, y que, por ende, yo estaba libre.

Pero eso fue parte de mi locura momentánea. Y como para no tenerla, con semejante noticia.

Busqué con mis ojos al camarero, que me miró solemnemente, y respondió con una especie de reverencia; inclinó su cabeza levemente hacia delante, pero no emitió palabra alguna.

Como para no hacerlo, con la noticia que acabábamos de escuchar.

Opté por el café doble con vodka. Y mi alienación me hizo pensar que tal vez el impacto de la voz que pronunció la noticia –la sentencia– me había comenzado a convertit en alcohólico. Y tal vez era así.

En el bar había gente, pero el silencio reinaba absoluto. El único sonido provenía de la cocina del lugar. Platos y copas que chocaban entre sí, pero nada más. Si, bah, en la calle, un par de autos que corrían apresuradamente hacia algún lado.

Pero me extrañé de que realmente no había nada, nadie, en la vereda, en ese momento, caminando. De la misma manera me extrañé de hallar un café doble con vodka sobre mi mesa. Miré al mozo con cara de “…¿Qué pasó?…” Me contestó desviando su mirada hacia la ventana. Parecía que, al fin, todas las respuestas se iban a encontrar allí.

Soplaba un viento apocalíptico, que movía a los árboles un poquito. Imaginé que él los consolaba, como aquellas caricias maternas… Y la leve sonrisa que se había dibujado en mi boca se borró. Fruncí mi ceño mientras agitaba violentamente el saquito de azúcar, y procedía a depositar el contenido en la taza. Poco después estaría dando el primer sorbo. Y todo el lugar seguía en la misma calma absurda. ¿Por qué la vida no seguía igual? ¿Qué fibra de nuestro bien defendido corazón se había tocado? ¿Cómo una simple y bastarda idea científica había logrado, con esa frialdad, prender fuego nuevamente a nuestra oculta pasión? Claro, todos nos hicimos los vivos hasta ése momento.Y nos regodeábamos de cuántas chicas teníamos, y ellas hacían lo propio. Y nos daba gracia (y a algunos les daba asco) hablar de compromiso. Pero la noticia nos hizo comer nuestras palabras y nuestros pensamientos, y de pronto, toda esa maldita frialdad que nos caracterizaba se fue al tacho. Sentíamos un enorme vacío. Ya los soñadores iban a soñar menos. Los poetas, sin duda, iban a escribir mucho menos. Y los músicos iban a tener que, seguramente, buscarse otra profesión.

Me reí para mis adentros con ira, y terminé el café. Volví a mirar la calle, buscando una visión más general, un panorama de la situación. La idea descabellada de que mañana todo volvería a ser igual se transformó en algo que caractericé de idiota. Nada volvería a ser igual.

Lo más loco era que no se había anunciado el fin del mundo, ni siquiera una supuesta guerra que nos llevaría a ello. Pero, simplemente, se había abierto un abismo que separaría todo.

El bar me dio el panorama tan ansiado. Estábamos asustados, todos. No nos animábamos a a hablar entre nosotros, pero precisábamos de compañía. Con esta conjetura expliqué mi conducta, la de los otros clientes y la del dueño del bar, del cocinero y del mozo, que seguían allí siendo las 4:30 de la mañana.

Ni siquiera había música. Pero ya se escuchaban los sonidos de las voces de gente que vencía el vacío y comenzaba a comunicarse tímidamente después de, por lo menos, cuatro horas. Pero, lamentablemente, no conseguía escuchar lo que decían. Todos éramos, en ése preciso instante, como inocentes niños.

Hice una seña al camarero. Acudió. Le solicité un capuchino, pero señalándoselo desde el menú. Igualmente, agregué un “bien cargado”, con un hilo de voz.

Noté desgano en la conducta del hombre, era como si realmente estuviese demasiado dentro suyo y no deseara ser molestado.

En eso pensaba, mirando a la nada, cuando vi llegar el humeante café.

Decidí que lo tomaría amargo, el chocolate ya lo hacía suficientemente dulce para el momento. Prendí el antepenúltimo cigarrillo de la caja.

La puerta se abrió abruptamente, y quebró la calma –y la tensión– que rondaba en el lugar. El diariero traía la noticia. Ahora estaba impresa, en miles de idiomas diferentes, en miles de mesas de miles de bares en derredor del mundo. Y ahora, delante de mí. Ya había tomado forma concreta; no era un sueño ni había vuelta atrás. Era real. Era el descubrimiento del siglo. Era que los hombres y las mujeres no eran de la misma especie. Eran extraños, completamente diferentes unos de los otros, ya no sólo a nivel metafórico. Pese a que el periódico no daba la información completa –compleja–, sino una síntesis, todos lo entendían. Todo lo que se había teorizado hasta el momento, todo cayó por la borda. Años y centurias de investigación y ceguera. Claro, todos alguna vez habíamos pensado –del otro sexo–: “Que inentendibles que son”, “Nunca voy a saber qué es lo que quiere”. Pero ahora teníamos una razón empíricamente probada. Y nos sentíamos extraños. Y en nuestras mentes, nos cerrábamos a nuestro género, creábamos una especie de cofradía que nos permitiera aliarnos; en cierta manera, contra el enemigo. Era como si se hubiese apoderado de nosotros un sentimiento de invasión. La cuestión instintiva primaba sobre nuestros pensamientos. Comencé a imaginar a las parejas, también a los que ya eran esposos, recibiendo la noticia.

Y pese a que la incredulidad se puede sostener, siempre es hasta cierto punto. Lo que intentaba dilucidar era si realmente esto sería superado algún día, tomado como algo “normal”. Dado que la respuesta no llegaba, comencé a leer. La explicación simplificada era: “…es como la cruza entre un caballo y una mula. Simplemente, el mecanismo que actúa aquí para la inclinación por un género u otro es la fortaleza del especímen. Si es más fuerte el componente de la raza femenina, la cría tendrá ese sexo…”. Se mezclaban aquí terminologías que ya no poseían el mismo significado que ayer: sexo, raza, género. Ni siquiera los redactores sabían cómo llevar la situación y la contradicción se hacía presente a lo largo de todo el texto.

Pensé que Darwin y su maldita teoría funcionaban perfectamente aquí. La famosa “Selección Natural” cuadraba. Ja.

“Dos razas, completamente diferentes, son las componentes de nuestra sociedad, de lo que llamamos Humanidad. El descubrimiento de una nueva cadena de genes, ubicada dentro del ADN mismo, pauta diferencias extremas entre el hombre y la mujer. Se supone que en un primordial momento, ambas razas vivían separadas y poseían métodos de reproducción aislados –las amazonas y ciertas otras tribus compuestas por una sola raza serían las herederas de esta forma de vivir–…”.

Allí me imaginé la gigantesca magnitud de esta noticia para las religiones: ¿Cómo explicarían que Dios creó entes opuestos entre sí? ¿Y la “imagen y semejanza” quedaría en qué lugar? El artículo del diario agregaba que en un primer momento hubo grandes batallas entre ambas razas. Y allí me imaginé a Eva dándole una buena paliza a Adán. Miré hacia arriba y sonreí.

El café ya estaba frío, pero lo tomé igual, para lograr una pausa.

Volví a imaginar. Ahora pensé en los homosexuales: ¡Al final, tenían razón! Eran los que estaban en lo correcto, y hacían las cosas como fueron en un principio. Comencé a plantearme un mundo gay, en el cual obviamente yo estaría incluído… volví a sonreír, y el tema de los gays se mezcló, en mi mente, con el de la religión, dándome una buena razón para comenzar a reír, ya exteriorizando sonido. La gente me miró por sobre sus hombros. No me comprendían, no sé si lo lograrían en toda su vida. Yo había llegado a realmente darme cuenta de las cosas. No me había quedado demasiado tiempo con la boca abierta. Había tomado la sartén por el asa desde casi un primer momento. Y me enorgullecía de eso.

“…al parecer, sobre el comienzo de la glaciación ambas razas se conectaron para poder sobrevivir más fácilmente en un momento en que los recursos no abundaban. En ése momento, una simple coincidencia genética que había dado como resultado un pene y una vagina, comenzó a funcionar. ¡Voilá!, la coincidencia también logró que de eso saliera otro ser…”, rezaba la nota de opinión escrita por un filósofo de renombre.

Y allí fue cuando mi corazón de tradición romántica se rompió. Pensé, en un segundo, en mi primera novia, en las flores que regalé, en los paseos a la luz de la luna, en mi primer beso, en cuando sentí por primera vez el “amor”. Todo eso, a partir de ahora, se había ido al tacho… En cierta manera, había estado “durmiendo con el enemigo” durante tanto tiempo. El hecho es que yo amaba al enemigo. Y volví a pensar en las parejas, tanto en los concubinos, como en los recién casados, como en los que estaban esperando al tercer hijo.

Pagué la cuenta. Me paré y salí muy tranquilo. Ya prácticamente había amanecido. Los porteros baldeaban las veredas igual que siempre, pero algo había cambiado en todos. Creo que nos dimos cuenta de que, en el fondo, éramos unos románticos reprimidos, y que tal vez nunca más íbamos a poder “sentir” inocentemente. Nos habíamos perdido tantas veces algo que nunca recuperaríamos, por arrogantes.

Entré a mi departamento, mojado por el rocío matutino. Me senté en mi sillón. Y una lágrima rodó por mi mejilla.

Me dí el gusto de llorar.

 

 

2003 – Gorwen Botha (AKA Mariano Alejandro Goren)

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